jueves, 31 de octubre de 2013

comparto un viejo relato...

La Música Cesa

Miró, y lo mostró. El pibe le respondió con gestos que él interpretó como “dejame tranquilo, papá”, entonces volvió a mirar solo. Lo miró hasta quedarse ciego de otros ojos, hasta sentir que solamente podía ver la bola rotunda sobre el horizonte de fuego y las salpicaduras de luz sobre los perfiles de las nubes. Al hacerse visible,  la arboleda oscurecía todo, hasta que al irse, el naranja se volvía dorado iluminando al fondo la pampa verde olivo. El vagón la atravesaba, el resto de la férrea oruga aparecía en las curvas.

Jazzeaban las armonías de Melhdau con toda su hermosura en sus oídos cuando el sol redondo desapareció dejando encendido el cielo debajo de un techo denso de nubes gris azul, y rosadas y lilas. Entonces pensó que ella enloquecería con esa explosión de la naturaleza, con esa intensidad que lo embobaba y deseaba meter las manos como los ojos en ese cielo. Conocía su pasión, íntima y principal, y se le dio por sospechar que qué otra cosa podría ser el dios de cualquiera sino esa fuerza de encuentro de todos los sentidos del cuerpo con un universo que se desnudaba así adelante de todos, dejándose ver en pleno misterio. 

Recordó que también el mar le hizo sentir esto. Aunque la costumbre del miedo impone hábitos que traban la percepción de las señales, y es a veces más cómodo cerrar los ojos acostado sobre la arena y considerar cualquier trivialidad.  Después o antes  -sólo al contarlo después supo que lo pensó primero-   se acordó de la ida a la playa aquella noche,  cuando su hijo le propuso estar allí cuando amaneciera. Y  se le dio por pensar que  no era el sol lo más importante.  Más bien, el sol y el mar eran sus cómplices, sus compañeros de ruta,  el sol y el mar y su hijo. Cada cosa, cada persona era la imprescindible pieza de una compañía necesaria para alcanzar aquella aventura radiante. El pibe, el mar, el sol, sus pretextos únicos, seguramente irremplazables en la elección de aquel día. Sí, aventurarse en lo placentero a través de lo desconocido, diferente, y hasta quizás, a veces, también difícil. Extraña mezcla de irrenunciabilidad a algo de sí mismo y percepción de la contingencia, del azar que obliga constantemente a elegir, elegir quedarse con el otro, en tal lugar. 

Reflexionando sentía crecer en su cuerpo el de ella. Y con este acariciante deslizamiento interno fue convenciéndose de lo difícil que sería explicarle a Sara sus pensamientos sin herirla, sin que ella sintiese que él la desplazaba, cuando para él esa mujer era en sí misma la naturaleza expresándose. Siempre tres, pensó o dijo.

El paisaje cambió rotundamente, se hizo casi la noche. Sólo quedaban jirones rojos cada vez más tenues y estirados sobre los fondos de toda la oscuridad.  Allá abajo en el suelo y de vez en cuando, formas casi circulares u ovaladas reflejaban una claridad dorada que poco a poco se plateaba, cuyo origen  -o causa, si se quiere-  comprendía. El tren atravesaba la oscuridad interrumpida solamente por aquellos espejos de agua. 

Como si en ese momento todo hubiese sido desarmado como el escenario de un teatro, la música concluyó y se hizo un alboroto repentino de luz artificial y de golpes metálicos. Alrededor, todo se volvió relevante, mientras afuera también había desaparecido la noche. Al mirar el lugar en el que viajaba, la luz blanca del vagón le mostraba los límites exactos de las cosas y los pesos extenuados de los cuerpos adormecidos de los pasajeros, mientras el frío se tornaba molesto sobre la piel en sus brazos  y en los pies entrecruzados y desnudos.  Un bebé lloró.  Más que llorar, chilló y él, Joaquín, aprobó la queja.  

Los durmientes golpeaban debajo del vagón, acompañando la brecha abierta entre esta realidad y la otra. Para aprovechar el ritmo cerró los ojos. Se veía reteniendo a Sara en los abrazos y repetía sus mudas palabras como si ella pudiera en ese mismo instante escucharlas. Si te vas que sea después. Como un son, como un exorcismo al desgaste, a las traiciones, a las habituales configuraciones de la sospecha y de la intriga entre ellos, pero  -y sobre todo, creía Joaquín-  entre el deseo y las imágenes que siempre serán abusivas e imposibles. Si te vas, que sea después. Aún sin comprender a qué estaba llamando después, marcaba la palabra como un intento de atrapar un presente imperfecto, interminable. Los golpeteos secos, rápidos, rotundos, desde abajo se expandían marcando el ritmo de su frase. Frase con la que buscaba conciliar el reencuentro inminente y despejar  cualquier motivo de separación.  Si te vas, que sea después, se repetía, queriendo retener a Sara. Te amo -quería decirle- no solamente por quien sos vos sino por quién me hacés ser cuando estamos juntos.

María Clara Podestá



2 comentarios:

  1. Las idas deberían ser siempre después. Bellísimo relato-viaje.

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