Premio Cervantes 2007
Discurso del poeta en la ceremonia de premiación en la Universidad de Henares
Deseo, ante todo, expresar mi agradecimiento al jurado del Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes, a la alta investidura que lo patrocina y a las instituciones que hacen posible esta honrosísima distinción, la más preciada de la lengua, que hoy se me otorga. Mi gratitud es profunda y desborda lo meramente personal. En el año 2006 se galardonó con este Premio al gran poeta español Antonio Gamoneda y en el 2007 lo recibe también un poeta, esta vez de Iberoamérica. Se premia a la poesía entonces, “que es como una doncella tierna y de poca edad y en todo extremo hermosa” para don Quijote, doncella que, dice Cervantes en “Viaje del Parnaso”, “puede pintar en la mitad del día la noche, y en la noche más escura el alba bella que las perlas cría... Es de ingenio tan vivo y admirable que a veces toca en puntos que suspenden, por tener no se qué de inescrutable”.
A la poesía hoy se premia, como fuera
premiada ayer y aun antes en este histórico Paraninfo donde voces muy altas
resuenan todavía. Y es algo verdaderamente admirable en estos “Dürftiger
Zeite”, estos tiempos mezquinos, estos tiempos de penuria, como los calificaba
Hölderlin preguntándose “Wozu Dichter”, para qué poetas. ¿Qué hubiera dicho
hoy, en un mundo en el que cada tres segundos y medio un niño menor de cinco
años muere de enfermedades curables, de hambre, de pobreza? Me pregunto cuántos
habrán fallecido desde que comencé a decir estas palabras. Pero ahí está la
poesía: de pie contra la muerte.
Safo habló del bello huerto en el que “un
agua fresca rumorea entre las ramas de los manzanos, todo el lugar sombreado
por las rosas y del ramaje tembloroso el sueño descendía”, Mallarmé conoció la
desnudez de los sueños dispersos, Santa Teresa recogía las imágenes y los
fantasmas de los objetos que mueven apetitos, San Juan bebió el vino de amor
que sólo una copa sirve, Cavalcanti vio a la mujer que hacía temblar de
claridad el aire, Hildegarda de Bingen lloró las suaves lágrimas de la
compunción, y tanta belleza cargada de más vida causa el temblor de todo el
ser. ¿No será la palabra poética el sueño de otro sueño?
Santa Teresa y San Juan de la Cruz
tuvieron para mí un significado muy particular en el exilio al que me condenó
la dictadura militar argentina. Su lectura desde otro lugar me reunió con lo
que yo mismo sentía, es decir, la presencia ausente de lo amado, Dios para
ellos, el país del que fui expulsado para mí. Y cuánta compañía de imposible me
brindaron. Ese es un destino “que no es sino morir muchas veces”, comprobaba
Teresa de Avila. Y yo moría muchas veces y más con cada noticia de un amigo o
compañero asesinado o desaparecido que agrandaba la pérdida de lo amado. La
dictadura militar argentina desapareció a 30.000 personas y cabe señalar que la
palabra “desaparecido” es una sola, pero encierra cuatro conceptos: el
secuestro de ciudadanas y ciudadanos inermes, su tortura, su asesinato y la
desaparición de sus restos en el fuego, en el mar o en suelo ignoto. El Quijote
me abría entonces manantiales de consuelo.
Lo leí por primera vez en mi adolescencia
y con placer extremo después de cruzar, no sin esfuerzo, la barrera de las
imposiciones escolares. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo habrá sido el hombre,
don Miguel? Conocía su vida de pobreza y sufrimiento, sus cárceles, su
cautiverio en Argel, su Lepanto, los intentos fallidos de mejorar su suerte.
Pero él, ¿quién era? Releía el autorretrato que trazó en el prólogo de las
Novelas Ejemplares: “Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello
castaño, frente lisa y desembarazada”, que nada me decía, salvo la mención de
sus “alegres ojos”. Comprendí entonces que él era en su escritura. Me interno
en ella y aún hoy creo a veces escuchar sus carcajadas cuando acostaba al
Caballero de la Triste Figura en el papel. Sólo quien, desde el dolor, ha
escrito con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico
es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma.
Declaro que, en verdad. quise recorrer
ante ustedes, con ustedes, los trabajos de Persiles y Sigismunda, o la locura
quebradiza del licenciado Vidriera, o compartir la nueva admiración y la nueva
maravilla del coloquio de los perros, o el combate verdaderamente ejemplar
entre los poetas malos y los buenos que tiene lugar en “Viaje del Parnaso” y en
el que cualquier buen poeta podía caer herido por un pésimo soneto bien
arrojado. Pero tal como la lámpara alimentada a querosén que los campesinos de
mi país encienden a la noche y alrededor de la cual se sientan a cenar, cuando
hay, y luego a leer, cuando hay y cuando hay ganas, y a la que mosquitos y
otros seres alados acuden ciegos de luz y la calor los mata, así yo,
encandilado por don Alonso Quijano, no puedo sustraerme a su fulgor.
Muchas plumas hondas y brillantes han
explorado los rincones del gran libro. Por eso, parafraseando al autor, declaro
sin ironía alguna que, con seguridad, este discurso carece de invención, es
menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina.
Sólo hablo como lector devoto de Cervantes, pero quién puede describir los territorios
del asombro. Con mucha suerte y perspicacia, es posible apenas sentarse a la
sombra de lo que siempre calla.
Cervantes se instala en un supuesto pasado
de nobleza e hidalguía para criticar las injusticias de su época, que son las
mismas de hoy: la pobreza, la opresión, la corrupción arriba y la impotencia
abajo, la imposibilidad de mejorar los tiempos de penuria que Hölderlin nombró.
Se burla de ese intento de cambio y se burla de esa burla porque sabe que jamás
será posible terminar con la utopía, recortar la capacidad de sueño y de deseo
de los seres humanos. Cervantes inventó la primera novela moderna, que contiene
y es madre de todas las novedades posteriores, de Kafka a Joyce. Y cuando en
pleno siglo XX Michel Foucault encuentra en Raymond Roussel las características
de la novela moderna, éstas: “el espacio, el vacío, la muerte, la transgresión,
la distancia, el delirio, el doble, la locura, el simulacro, la fractura del
sujeto”, uno se pregunta ¿qué? ¿No existe todo eso, y más, en la escritura de Cervantes?
Su modernidad no se limita a un singular
universo literario. La más humana es un espejo en el que podemos aún mirarnos
sin deformaciones en este siglo XXI. Dice Don Quijote: “Bien hayan aquellos
benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados
instrumentos de la artillería a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno
se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que
un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que sin
saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a
los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó
y se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar la maldita máquina) y
corta y acaba en un instante los pensamientos y la vida de quien la merecía
gozar luengos siglos”.
Desde el lugar de presunto caballero
andante quejoso de que las armas de fuego hayan sustituido a las espadas, y que
una bala lejana torne inútil el combate cuerpo a cuerpo, Don Quijote destaca un
hecho que ha modificado por completo la concepción de la muerte en Occidente:
es la aparición de la muerte a distancia, cada vez más segura para el que mata,
cada vez más terrible para el que muere. Pasaron al olvido las ceremonias
públicas y organizadas que presidía el mismo agonizante en su lecho: la
despedida de los familiares, los amigos, los vecinos, el dictado del testamento
ante los deudos. La muerte hospitalizada llega hoy con un cortejo de silencios
y mentiras. Y qué decir de los 200.000 civiles de Hiroshima que el coronel Paul
Tobbets aniquiló desde la altura apretando un simple botón. Piloteaba un
aparato que bautizó con el nombre de su madre, arrojó la bomba atómica y
después durmió tranquilo todas las noches, dijo. Pocos conocen el nombre de las
víctimas cuya vida el coronel había segado. La muerte se ha vuelto anónima y
hay algo peor: hoy mismo centenares de miles de seres humanos son privados de
la muerte propia. Así se da en Irak.
Creo, sin embargo, como el historiador y
filósofo Juan Carlos Rodríguez, que el Quijote es una gran novela de amor. Del
amor imposible. En el amor se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da
y ahí está la presencia del ser amado nunca visto, el amor a un mundo más
humano nunca visto y torpemente entrevisto, el amor a una mujer que no es y a
una justicia para todos que no es. Son amores diferentes pero se juntan en un
haz de fuego. ¿Y acaso no quisimos hacer quijotadas en alguna ocasión, ayudar a
los flacos y menesterosos? ¿Luchando contra molinos de aspas de acero, que ya
no de madera? ¿Despanzurrando odres de vino en vez de enfrentar a los dueños
del dolor ajeno? ¿“En este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos
–dice Sancho–, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad,
embuste y bellaquería”?
He celebrado hace dos años, con ocasión de
la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, mi llegada a una
España que no acepta las aventuras bélicas y que rompe clausuras sociales que
hieren la intimidad de las personas. Hoy celebro nuevamente a una España
empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una
conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro. Ya no vivimos en la
Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a
olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en
nuestro Cono Sur.
Para San Agustín, la memoria es un
santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le
antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y
muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las
dictaduras militares desaparecieron. Pesan en el interior de cada familiar, de
cada amigo, de cada compañero de trabajo, alimentan preguntas incesantes: ¿cómo
murieron? ¿Quiénes lo mataron? ¿Por qué? ¿Dónde están sus restos para
recuperarlos y darles un lugar de homenaje y de memoria? ¿Dónde está la verdad,
su verdad? La nuestra es la verdad del sufrimiento. La de los asesinos, la cobardía
del silencio. Así prolongan la impunidad de sus crímenes y la convierten en
impunidad dos veces.
Enterrar a sus muertos es una ley no
escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de
hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. “¡Iba yo a
pisotear esas leyes venerables, impuestas por los dioses, ante la antojadiza
voluntad de un hombre, fuera el que fuera!”, exclama. Así habla de y con los
familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron
nuestros países. Y los hombres no han logrado aún lo que Medea pedía: curar el
infortunio con el canto.
Hay quienes vilipendian este esfuerzo de
memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en
la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas
heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas.
Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único
tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido
verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba
sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho
que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad
quieren la destitución de su pasado en particular.
Pero volviendo a algunos párrafos atrás:
hay tanto que decir de Cervantes, de este hombre tan fuera del uso de los
otros. De sus neologismos, por ejemplo. Salvo él, nadie vio a una persona
caminar asnalmente. O llevar en la cabeza un baciyelmo. O bachillear. Don
Quijote aprueba la creación de palabras nuevas, porque “esto es enriquecer la
lengua, sobre quien tienen poder el vulgo y el uso”. Hace unos años ciertos
poetas lanzaron una advertencia en tono casi legislativo: no hay que lastimar
al lenguaje, como si éste fuera río coagulado, como si los pueblos no vinieran
“lastimándolo” desde que empezaron a nombrar. Cuando Lope dice “siempre mañana
y nunca mañanamos” agranda el lenguaje y muestra que el castellano vive, porque
sólo no cambian las lenguas que están muertas. La lengua expande el lenguaje
para hablar mejor consigo misma.
Esas invenciones laten en las entrañas de
la lengua y traen balbuceos y brisas de la infancia como memoria de la palabra que
de afuera vino, tocó al infante en su cuna y le abrió una herida que nunca ha
de cerrar. Esas palabras nuevas, ¿no son acaso una victoria contra los límites
del lenguaje? ¿Acaso el aire no nos sigue hablando? ¿Y el mar, la lluvia, no
tienen muchas voces? ¿Cuántas palabras aún desconocidas guardan en sus
silencios? Hay millones de espacios sin nombrar y la poesía trabaja y nombra lo
que no tiene nombre todavía.
Esto exige que el poeta despeje en sí
caminos que no recorrió antes, que desbroce las malezas de su subjetividad, que
no escuche el estrépito de la palabra impuesta, que explore los mil rostros que
la vivencia abre en la imaginación, que encuentre la expresión que les dé
rostro en la escritura. El internarse en sí mismo del poeta es un atrevimiento
que lo expone a la intemperie. Aunque bien decía Rilke: “[...] lo que
finalmente nos resguarda/es nuestra desprotección”. Ese atrevimiento conduce al
poeta a un más adentro de sí que lo trasciende como ser. Es un trascender hacia
sí mismo que se dirige a la verdad del corazón y a la verdad del mundo. Marina
Tsvetaeva, la gran poeta rusa aniquilada por el estalinismo, recordó alguna vez
que el poeta no vive para escribir. Escribe para vivir.
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