lunes, 13 de enero de 2014

Leemos a Juan Forn rastreando singularidades de nuestra especie


La paradoja de mi tribu
Aristóteles juraba que la función del cerebro era evitar que el cuerpo se recalentara. A Nietzsche, en cambio, lo que le preocupaba era el recalentamiento del cerebro: “Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros pulmones, cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la actividad de nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a nuestra conciencia”. En 1881, luego de perder su puesto como profesor en la Universidad de Basilea por su salud cada vez más desequilibrada, autoexiliado en Génova, Nietzsche encargó a Dinamarca una de las primeras máquinas de escribir (muy exitosas en el tratamiento de sordomudos). Llevaba cinco años sin escribir. Cuando empezó a probar el artefacto, descubrió que podía escribir con los ojos cerrados, que las palabras podían ir de su mente a la página sin distracción. Le dedicó una oda (“La máquina de escribir es una cosa como yo / hecha de hierro pero fácilmente dañable / paciencia y tacto se requieren en abundancia”) y avisó a su amigo Overbeck que había vuelto a escribir. Este viajó a Génova y descubrió que el estilo de Nietzsche se había vuelto más apretado, más telegráfico, más metálico y machacante. Nietzsche resopló: “¿Acaso tus pensamientos no dependen de la calidad del papel y la pluma que uses? Nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos”.

A Nietzsche le fascinaba la historia de cuando San Agustín conoció a San Ambrosio, el hombre que lo convertiría al cristianismo: Agustín llegó al claustro de Ambrosio en Milán, lo descubrió leyendo silenciosamente para sí mismo y quedó asombradísimo de que no necesitara leer en voz alta para entender. Tanto los griegos como los romanos preferían que un esclavo les leyera, a leer ellos mismos: para entender era más fácil escuchar. Para Ambrosio, en cambio, leer era un acto de introspección, solitario, meditativo. Dicen que fue ahí que Agustín tuvo la iluminación de preguntarse cómo sería escribir tal como leía Ambrosio, con ese recogimiento, ido del mundo, y supo de golpe que así sería posible escribir cosas que nadie se atrevería jamás a dictarle a un escriba (por ejemplo ese extraordinario pedido que le hará a Dios: “Oh, señor, dame castidad, pero no todavía”).
Creo que fue el divino Agustín el que dijo que un mapa es el relato de un camino. La paradoja de los mapas es que se fueron haciendo más precisos en la medida en que se hacían más abstractos. Y más portátiles también (Borges nos lo hizo entender con aquel delirante mapa del Imperio que tenía el exacto tamaño del territorio que cartografiaba: si la proporción del mapa es uno a uno, no sirve; un mapa tiene que ser portátil, para viajar en nuestro bolsillo). Lo que hicieron los mapas con el espacio lo hizo el reloj con el tiempo. El reloj y su antecesor, el campanario. Antes, la vida estaba dominada por ritmos agrarios: la salida y la caída del sol, los ciclos de las estaciones y las cosechas. Pero en los monasterios necesitaban un cronograma más riguroso para rezar. Así nació la puntualidad: las pérdidas de tiempo como afrentas a Dios. Ya no era el sol sino las campanas de la iglesia las que regían el tiempo. Entonces vino el reloj y destronó al campanario: empezamos a llevar el tiempo con nosotros adonde fuéramos.

Lo que hicieron los mapas con el espacio, y los relojes con el tiempo, fue cambiar nuestra manera de pensar. Y con los libros pasó lo mismo, cuando todos empezamos a leer como leía San Ambrosio. Es decir, para adentro. Esa es la paradoja del libro: que, cuando leemos, nos vamos del mundo, pero ese irse del mundo enriquece nuestra experiencia del mundo. Ya sé, me faltó la paradoja del reloj. Cortázar la describió mejor que nadie: cuando te regalan un reloj, te regalan un calabozo de aire.
El siguiente calabozo de aire tuvo forma de pantalla. Primero creímos que era el cine, después vino la televisión y creímos que era ella, pero en realidad eran las computadoras. McLuhan fue el profeta. En 1964 anunció la aldea global y el fin de la Galaxia Gutenberg. Dijo que se venía una nueva manera de pensar; que ya había empezado. Murió en 1980, no llegó a ver el día que supo predecir: el día en que todos empezamos a estar conectados, el día en que el telégrafo, la radio, el teléfono, el cine, la TV, la computadora, y también el mapa, el reloj y el libro convergieron en un solo medio, para usar terminología de McLuhan, y pasó con las computadoras lo mismo que había pasado con los mapas y con los relojes y los libros: se fueron haciendo más útiles a medida que se hacían más portátiles. Y cuando las pudimos llevar con nosotros adonde fuéramos, no las soltamos más.
No sé cómo usan ustedes sus computadoras; a mí me funciona de máquina de escribir, de biblioteca de consulta, de librería y de correo básicamente. Nunca tuve tanto a mano para leer y para escribir como ahora. En MercadoLibre se consigue casi cualquier libro, baratito, y encima hay envío (salvo que uno vaya a buscarlo y aproveche para husmear un poco). Google siempre da algo, si uno no se conforma de entrada, si se sigue aventurando en el barro (yo hasta la imagen de mi contratapa me doy el gusto de mandar al diario cada jueves a la tardecita). Poder echarme en cualquier sillón de mi casa con la compu en las rodillas para escribir o para navegar o para mandar la nota al diario después es una bendición. Pero yo le tengo miedo igual a la computadora, es algo atávico, primitivo, soy de la tribu del libro, leer es mi manera de pensar, y dicen que las computadoras nos están cambiando la manera de pensar, porque ésa es la paradoja de las computadoras: cuanto más inteligentes se vuelven, más tontos nos desafían a ser (el software más eficaz es el que menos esfuerzo intelectual demanda instalarlo y usarlo; Google nos hace saber sin eufemismos que prefiere que visitemos diez páginas web en un minuto a que nos quedemos diez minutos leyendo una misma página; etc.).

Darwin nos explicó que la repetición de un acto crea hábito, y el hábito se va convirtiendo en instinto, y así evolucionan las especies. Hicieron falta generaciones y generaciones y generaciones de la tribu del libro para que nuestro instinto encuentre lo que busca leyendo. Es un instinto que a algunos se les despierta más temprano y a otros más tarde, pero en la vida uno siempre se termina arrimando a lo que más le cabe, si no es muy extranjero de sí mismo, y leer es lo que hacen los de la tribu del libro para ser menos extranjeros de sí mismos, lo hagan en una tablet, en una palm o en un holograma. Ignoro cuántas generaciones le quedan a la tribu. Creo, como Nietzsche, que nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos y que el hábito se va convirtiendo en instinto. Ese instinto, en el que creo más que en mí mismo, me dice que, mientras quede gente que siga leyendo como leía San Ambrosio, la tribu seguirá viva. Pero bueno, ésa es nuestra paradoja: sólo podemos concebir el fin del libro si lo leemos en un libro.

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