La paradoja de mi tribu
Aristóteles juraba que la función del
cerebro era evitar que el cuerpo se recalentara. A Nietzsche, en cambio, lo que
le preocupaba era el recalentamiento del cerebro: “Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros
pulmones, cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la
actividad de nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a
nuestra conciencia”. En 1881, luego de perder su puesto como profesor en la
Universidad de Basilea por su salud cada vez más desequilibrada, autoexiliado
en Génova, Nietzsche encargó a Dinamarca una de las primeras máquinas de
escribir (muy exitosas en el tratamiento de sordomudos). Llevaba cinco años sin
escribir. Cuando empezó a probar el artefacto, descubrió que podía escribir con
los ojos cerrados, que las palabras podían ir de su mente a la página sin
distracción. Le dedicó una oda (“La
máquina de escribir es una cosa como yo / hecha de hierro pero fácilmente
dañable / paciencia y tacto se requieren en abundancia”) y avisó a su amigo
Overbeck que había vuelto a escribir. Este viajó a Génova y descubrió que el
estilo de Nietzsche se había vuelto más apretado, más telegráfico, más metálico
y machacante. Nietzsche resopló: “¿Acaso
tus pensamientos no dependen de la calidad del papel y la pluma que uses?
Nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos”.
A Nietzsche le fascinaba la historia de
cuando San Agustín conoció a San Ambrosio, el hombre que lo convertiría al
cristianismo: Agustín llegó al claustro de Ambrosio en Milán, lo descubrió
leyendo silenciosamente para sí mismo y quedó asombradísimo de que no
necesitara leer en voz alta para entender. Tanto los griegos como los romanos
preferían que un esclavo les leyera, a leer ellos mismos: para entender era más
fácil escuchar. Para Ambrosio, en cambio, leer era un acto de introspección,
solitario, meditativo. Dicen que fue ahí que Agustín tuvo la iluminación de
preguntarse cómo sería escribir tal como leía Ambrosio, con ese recogimiento,
ido del mundo, y supo de golpe que así sería posible escribir cosas que nadie
se atrevería jamás a dictarle a un escriba (por ejemplo ese extraordinario
pedido que le hará a Dios: “Oh, señor,
dame castidad, pero no todavía”).
Creo que fue el divino Agustín el que dijo
que un mapa es el relato de un camino. La paradoja de los mapas es que se
fueron haciendo más precisos en la medida en que se hacían más abstractos. Y
más portátiles también (Borges nos lo hizo entender con aquel delirante mapa
del Imperio que tenía el exacto tamaño del territorio que cartografiaba: si la
proporción del mapa es uno a uno, no sirve; un mapa tiene que ser portátil,
para viajar en nuestro bolsillo). Lo que hicieron los mapas con el espacio lo
hizo el reloj con el tiempo. El reloj y su antecesor, el campanario. Antes, la
vida estaba dominada por ritmos agrarios: la salida y la caída del sol, los
ciclos de las estaciones y las cosechas. Pero en los monasterios necesitaban un
cronograma más riguroso para rezar. Así nació la puntualidad: las pérdidas de
tiempo como afrentas a Dios. Ya no era el sol sino las campanas de la iglesia
las que regían el tiempo. Entonces vino el reloj y destronó al campanario:
empezamos a llevar el tiempo con nosotros adonde fuéramos.
Lo que hicieron los mapas con el espacio,
y los relojes con el tiempo, fue cambiar nuestra manera de pensar. Y con los
libros pasó lo mismo, cuando todos empezamos a leer como leía San Ambrosio. Es
decir, para adentro. Esa es la paradoja del libro: que, cuando leemos, nos
vamos del mundo, pero ese irse del mundo enriquece nuestra experiencia del
mundo. Ya sé, me faltó la paradoja del reloj. Cortázar la describió mejor que
nadie: cuando te regalan un reloj, te regalan un calabozo de aire.
El siguiente calabozo de aire tuvo forma
de pantalla. Primero creímos que era el cine, después vino la televisión y
creímos que era ella, pero en realidad eran las computadoras. McLuhan fue el
profeta. En 1964 anunció la aldea global y el fin de la Galaxia Gutenberg. Dijo
que se venía una nueva manera de pensar; que ya había empezado. Murió en 1980,
no llegó a ver el día que supo predecir: el día en que todos empezamos a estar
conectados, el día en que el telégrafo, la radio, el teléfono, el cine, la TV,
la computadora, y también el mapa, el reloj y el libro convergieron en un solo
medio, para usar terminología de McLuhan, y pasó con las computadoras lo mismo
que había pasado con los mapas y con los relojes y los libros: se fueron
haciendo más útiles a medida que se hacían más portátiles. Y cuando las pudimos
llevar con nosotros adonde fuéramos, no las soltamos más.
No sé cómo usan ustedes sus computadoras;
a mí me funciona de máquina de escribir, de biblioteca de consulta, de librería
y de correo básicamente. Nunca tuve tanto a mano para leer y para escribir como
ahora. En MercadoLibre se consigue casi cualquier libro, baratito, y encima hay
envío (salvo que uno vaya a buscarlo y aproveche para husmear un poco). Google
siempre da algo, si uno no se conforma de entrada, si se sigue aventurando en
el barro (yo hasta la imagen de mi contratapa me doy el gusto de mandar al
diario cada jueves a la tardecita). Poder echarme en cualquier sillón de mi
casa con la compu en las rodillas para escribir o para navegar o para mandar la
nota al diario después es una bendición. Pero yo le tengo miedo igual a la
computadora, es algo atávico, primitivo, soy de la tribu del libro, leer es mi
manera de pensar, y dicen que las computadoras nos están cambiando la manera de
pensar, porque ésa es la paradoja de las computadoras: cuanto más inteligentes
se vuelven, más tontos nos desafían a ser (el software más eficaz es el que
menos esfuerzo intelectual demanda instalarlo y usarlo; Google nos hace saber
sin eufemismos que prefiere que visitemos diez páginas web en un minuto a que
nos quedemos diez minutos leyendo una misma página; etc.).
Darwin nos explicó que la repetición de un
acto crea hábito, y el hábito se va convirtiendo en instinto, y así evolucionan
las especies. Hicieron falta generaciones y generaciones y generaciones de la
tribu del libro para que nuestro instinto encuentre lo que busca leyendo. Es un
instinto que a algunos se les despierta más temprano y a otros más tarde, pero
en la vida uno siempre se termina arrimando a lo que más le cabe, si no es muy
extranjero de sí mismo, y leer es lo que hacen los de la tribu del libro para ser
menos extranjeros de sí mismos, lo hagan en una tablet, en una palm o en un
holograma. Ignoro cuántas generaciones le quedan a la tribu. Creo, como
Nietzsche, que nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros
pensamientos y que el hábito se va convirtiendo en instinto. Ese instinto, en
el que creo más que en mí mismo, me dice que, mientras quede gente que siga
leyendo como leía San Ambrosio, la tribu seguirá viva. Pero bueno, ésa es
nuestra paradoja: sólo podemos concebir el fin del libro si lo leemos en un
libro.
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